A poco oí el silbido de la trampa de escotillón al caer, luego el chirrido
de la cuerda que corría rápidamente hasta el lazo y un chasquido como el de un
fusil. Todo había terminado.
Desde la cárcel hablé por
teléfono a mi mujer, que estaba completamente despierta, vestida y aguardando
mi llamada. Siempre la llamo cuando me pasa algo muy grato o muy desagradable.
Le dije que tomara un taxi y fuera a la iglesia de la calle Bloor.
Cuando nos reunimos a la
entrada del templo, me preguntó qué era lo que estábamos haciendo ahí. Le conté
lo que me había pedido Miguel y entonces ella encendió un cirio por Rosa y yo
otro por él.
Salimos de la iglesia y
nos dirigimos al Bronsing, donde pedimos una cerveza. Con esto, me pareció,
quedaba cumplida y terminada la promesa.
Esposa:
¿Qué significa este nuestro encuentro
en las afueras del viejo templo?
Abogado:
Sólo busco seguir el ejemplo
del amor que ellos llevaron dentro.
Esposa:
Pareces haber compadecido,
al final de cuentas, al pobre hombre
polaco aquel, ¿cuál era su nombre?
Abogado:
Miguel, y él ha desaparecido
dejándome esta última promesa,
que espero me ayudes a cumplir.
Su último acto le tocó pedir:
pidió dos cirios y una cerveza.
Esposa:
En el nombre de sus hilos rotos
y de una vida en la soledad,
que allá en su propia realidad
padezcan de sus sueños devotos.
Abogado:
Y que a través de su propio cielo
noten esta promesa cumplida.
Y que el amor mantenga encendida
esta llama de su último anhelo.
Abogado y Esposa:
La luz en un destino se esboza
socorriendo al alma penitente,
saldada esta cuenta pendiente
con las almas de Miguel y Rosa.
Abogado:
Sigamos ahora cuesta abajo,
a la taberna de aquella calle,
por esa bebida que desmaye
a las penas que el tiempo nos trajo.
Como algún día hicieron aquellos
que hoy han de encontrarse en su paraíso,
rompiendo tal despreciable hechizo
con sus agonizantes destellos.
Esposa:
Se nos ha acabado la cerveza,
y con ella saldada la cuenta.
Ahora, con la fortuna atenta,
afrontemos la vida que empieza.