"Quédate", deprecaba con acucia
la nívea vaina de tu almohada.
Tú te limitaste a argüir, sonrojada,
un cese de hostilidad, una inducia.
La base de esta guerra (otra minucia)
parecía ya más la derrotada,
mientras esperábamos la alborada
con la consciencia más limpia que sucia.
En el ombligo de tu lecho mondo,
ni la noche a través de la persiana,
taciturna testigo, llegó al fondo
de la que fuera tu mayor medrana:
saber si, siendo yo bellaco, escondo
que seguiré amándote en la mañana.